Lo indecible es un premio que se gana a la noche. Conviene
aclarar que hay que estar formidablemente predispuesto, despojado, porque la
libertad es un estado de despojo, por eso no se posee, se encuentra en el
vacío. A la noche, cuando se caen las mascaras más obvias, más patéticas,
quedan algunas, pero las que quedan tienen algún rasgo interesante, algún aire
enigmático que es capaz de sacudir ese
letargo tan característico de esta era, esa hipócrita que hace gala de veloz y
vertiginosa. Entonces el confort se transforma en un estado de alerta, salvaje y furioso; el iceberg se derrite, un
volcán acaba de estallar en sus entrañas. Los límites se desvanecen en una
imagen tan difusa y lejana que resulta imposible advertirlos, sólo es posible
ignorarlos y seguir adelante. A la noche, cuando nos encontramos los
fundamentalistas del goce, reconociéndonos en la mirada colmada, percibiéndonos
en nuestro andar extraviado. Cuando nos juntamos para organizar un caos o
programar un desastre. Nosotros, los cooptados por el deseo, los idiotas, los
irresponsables, los invisibles, los que coqueteamos con la locura y nunca nos
da bola. A la noche, cuando la finitud entra en escena y nos enteramos de lo
efímero, ahí es que se nos planta el pánico, pero no le aceptamos el mano a
mano, le servimos un trago, brindamos con él, nos hacemos amigos, lo
emborrachamos y lo transformamos en un ser inéditamente agradable. Luego llegará
el amanecer, con sus dolores, sus culpas, sus malas noticias…pero falta tanto
todavía.